“EL GRUMETE”
de María Esther de Miguel
“Charranes y
marineros en la playa”
Grabado de Gustavo Doré |
De modo que ha llegado. Cuántos años aguardándolo.
Diez. Diez vidas. Ahora están aquí, por fin. He visto las velas de sus naves en
la costa, bajo la bendita luz del alba. Y después los vi a ellos, calzas negras
y jubones blancos, sayos de terciopelo al viento, hundiendo sus borceguíes en
la arena; estoques, espadas y pabellones revolviendo el aire. Vestidos para
fiesta vienen. Estrenan esta tierra. Es lindo verlos, pobres ilusos.
Porque todo es anomalía en este continente. Si lo
sabré yo, el único que queda de los otros.
También nosotros llegamos así, el alma lleno de
esperanzas, la escarcela vacía de maravedíes. Cambiamos el océano por este río
ancho como el mar. Su calmería sedujo al capitán (engañoso era el río; y
barriento). Los gestos amistosos de los indios lo halagaron (mendaces, tales
indios). Pobre incauto: aborígenes y agua lo convencieron para mal de
tantísimos.
En el
bote de la nave mayor, bajamos. Yo entre ellos. No por valiente, sino por
ambicioso. Pero ¿quién podía presumir que esa generación pagana era comedora de
hombres?
Palos
nos recibieron y flechazos. Linda acogida para conquistadores presumidos. Un
aquelarre. Yo sólo oí el ay, ay, ay, de Solís y su gente entre el humo de las
fogatas y después el insidioso olor del asado revolviendo mis entrañas.
Horrible.
Pero desto, sólo testigos muertos.
¿Que
cómo me salvé? Virtudes de la flacura y de los pocos años. En una caponera me
pusieron a engordar.
Dios
fue servido de que no me muriese. Pueblo muy belicoso el de estos aborígenes.
Mala entraña la suya. Pero yo desparramé padrenuestros de vidrio azul y
sonrisas, curé heridas según la antigua usanza de mi raza y el afán por
aprender su lengua ablandó resquemores. Mi obediencia mandó sosegar la natural
maldad y el tratamiento mejoró.
Un día
perforé orejas y nariz, y pinté mi cara. Ropa ya no tenía: me acostumbré a la
desnudez sin vergüenza ni pecado de esta gente. Así, fui intocable. ¿Cómo me
iban a comer, si era uno de ellos?
Otro
día me interné en el monte. Solo.
En
esta tierra de la lujuria y la abundancia, harta hambre pasé. Calidad de hembra
arisca la de este país, a fe mía. Bastimentos para comer, todo y nada. Endurecí
mi estómago: me mantuvieron la miel, los yuyos, pescados y otras viandas
extrañas. Conocí las virtudes del abatí y el cardo y las culebras jóvenes.
Aprendí tretas. Por ejemplo: los monos se suben a los altos árboles y asidos de
la cola, con pies y manos sacuden los frutos. Puercos monteses esperan, abajo,
y se los quitan. Yo también esperé. Tuve así bastimento seguro.
Sin
paradero propio, cercado de peligros, me volví astuto. Y sabio: conocí pájaros
que chiflan las órdenes de Dios, y mujeres antropófagas y otras que fajaban sus
piernas con hilos para que parecieran más gruesas y otras que alimentaban a sus
hijos por la espalda (tan grandes eran sus mamas) y aborígenes bebedores de
sangre y otros que comen bollos de barro cocido al rescoldo, untados con aceite
de pescado y otros habituados a cortar las coyunturas de sus dedos por cada
deudo muerto (vi algunos: manos y pies, muñones) y otros, flecheros de flechas
ponzoñosas. Y tantos.
Cierto
día, una mujer se aficionó a mí. Su inocencia bárbara y fresca me conquistó. La
india salió con la suya y tuve compañía: me preparaba tortas de maíz, quitó las
niguas dentro de mis uñas, curó heridas, espantó alimañas. Cuidados y placer
¿qué más podía pedir?
Por
supuesto, a veces recordaba. Dios, cuántas lágrimas, entonces. Detrás de la
montaña líquida, la tierra, tan lejana, los mesones del puerto dador de mi
apellido (por ausencia del padre). El nombre, el del santo elegido por mi
madre, si no olvidado, nadie lo usaba ya. Nadie más que yo: por las noches,
como para hacer patente filiación y destino, me decía: Francisco, Francisquito
del Puerto, un día volverán.
Los
veo barloventeando por el río ancho y barroso, buscando. ¿Qué? Me imagino,
vaya. Suerte, tendrán: la generación de los indios desta tierra es pacífica.
Los supongo entregando el secreto por cuentas de vidrio veneciano, trozos de
loza, agujas o collares. Yo los miro, mientras quito, con lágrimas y agua, los
rastros de pintura de mi cara, arranco dijes de orejas y nariz, borro el
impudor de esta traza salvaje y corro con los brazos abiertos hacia ellos, mis
hermanos.
Querellé
a mis hermanos. Tharsis y Ophir era la orden del Rey. Para encontrarlas, debían
traspasar el Estrecho que avistó Magallanes, camino a la ignota Especiería.
Pero a Gaboto lo entusiasmaron decires de hombres hallados en la costa
portuguesa: que las Minas de Plata, que el Rey Blanco, que el Lago donde el Rey
se adormece noche a noche. ¿Embelecos de náufragos hambreados? Pistas ciertas,
lo sé. Pero también sé lo otro: selvas hirsutas guardan el tesoro. Brujos
dañinos levantan con aires venenosos invisibles y mortales murallas para el
Imperio áureo. El Lago tiene ígnea sustancia. Y este río barroso, que ya están
llamando de la Plata ,
nada bueno promete: río de la traición debería apodarse.
Traen
ánimo de emprender la conquista de tantos embelecos, mis hermanos. Tal ánimo,
les dije, es nefasto. Y agregué: esta tierra es tierra aparejada para labradíos
y sembrados. Para crianza de ganado, insistí. Pero no me escucharon: otras
metas persiguen. Sólo ven el reflejo del oro y la dulzura blanda de la plata.
Quieren metales. ¿Para qué, digo yo? ¿Para comerlos? ¿Para aventar con ellos
endriagos y serpientes? ¿Para buscar cobijo en la intemperie?
Por
eso discutí. ¡Gran caso me hicieron! Fui vencido. Sujeto a su gobierno estoy:
soy blanco, cristiano y súbdito del Rey.
Ahora
los guío, aguas arriba, por el Río Grande, hasta el Carcarañá, en la ruta que
lleva a Sierras de la Plata ,
si Dios así es servido.
A
causa del mucho monte, la recia vegetación y el escaso alimento, son duras las
jornadas. Se entremezclan con fiebres, delirios y mosquitos. Muchos van
quedando en el camino. Tendal de huesos blanquecinos marcará la senda de los
otros, los que vendrán después (porque esta estirpe no se acaba; la de los
ambiciosos, digo).
Qué
turbonadas arman. Anoche, dos españoles sacaron arcabuces y mosquetes por
ciertos granos de oro. Vi la sangre de unos y las persignaciones de otros. Vi
también al viejo cacique de una tribu lanzar con su ánima la última maldición,
sus huesos descoyuntados uno a uno. Entregó máscaras de plata, áureas coronas,
amuletos. Pero el secreto, no. Yo temblé.
Algo
así como un asco me va entrando. ¿No aprenderán ya nunca estos hermanos? ¿Jamás
sacudirán este fermento agrio que envenena la sangre y desata la muerte? Ya me
estoy hartando de sus tratos confusos, lenguaraces de promesas mentidas,
mercaderes de turbios comercios, enmadejando y embarullando todo. Si ni tiempo
se dan para mirar el sol, una gloria.
En Santispíritus parecieron darme la razón. Allí
sembramos, plantamos y alineamos algunos rancheríos. Un gusto. Pero ellos, dale
y dale con el oro y la plata. Para buscarlos más aprisa hicieron divisiones:
unos para acá, otros para allá. Esta no es tierra que permite tales lujos entre
blancos; se los repetí mil veces. Inútilmente, ay. Con sobrado temor los he
visto partir. Que se las arreglen. En la alta noche, escuché los susurros. Son
los otros. Los que firman con sangre sus tratados y rubrican con fuego el paso
de los pies. Los he oído. Y también el bum bum de tambores convocando a las
huestes guerreras.
Ahora
miro las señales de humo que dicen mi destino; las estoy descifrando. Ellos
duermen; yo decido. Tomo a mi hembra: para hacer casta nueva la tomo (sol y
casa darán generación de piel morena; nativa) y elijo el aire libre y la
vida... Ya sé: me llamarán vil cristiano, renegado y herético, maldecirán mi
nombre. Qué me importa. Tiño mi cara con el jugo de hierbas que conozco. Dejo
este jubón prestado; en cueros quedo, como vine al mundo, como este nuevo mundo
exige. Y me marcho antes de que fuego y sangre borren las trazas del Fuerte
malnacido.
Y
después digan lo que quieran de mí, de Francisco del Puerto, el grumete que
vino con Solís.
Texto incluido en: “En el campo las espinas”. Editorial
Pleamar. Buenos Aires, 1980.
(Extraído
de: http://www.autoresdeconcordia.com.ar/articulos.php?idArticulo=372)