martes, 13 de septiembre de 2016

Navegando en la comprensión


“EL GRUMETE”

de María Esther de Miguel
“Charranes y marineros en la playa” 
Grabado de Gustavo Doré


De modo que ha llegado. Cuántos años aguardándolo. Diez. Diez vidas. Ahora están aquí, por fin. He visto las velas de sus naves en la costa, bajo la bendita luz del alba. Y después los vi a ellos, calzas negras y jubones blancos, sayos de terciopelo al viento, hundiendo sus borceguíes en la arena; estoques, espadas y pabellones revolviendo el aire. Vestidos para fiesta vienen. Estrenan esta tierra. Es lindo verlos, pobres ilusos.
Porque todo es anomalía en este continente. Si lo sabré yo, el único que queda de los otros.
También nosotros llegamos así, el alma lleno de esperanzas, la escarcela vacía de maravedíes. Cambiamos el océano por este río ancho como el mar. Su calmería sedujo al capitán (engañoso era el río; y barriento). Los gestos amistosos de los indios lo halagaron (mendaces, tales indios). Pobre incauto: aborígenes y agua lo convencieron para mal de tantísimos.
        En el bote de la nave mayor, bajamos. Yo entre ellos. No por valiente, sino por ambicioso. Pero ¿quién podía presumir que esa generación pagana era comedora de hombres?
        Palos nos recibieron y flechazos. Linda acogida para conquistadores presumidos. Un aquelarre. Yo sólo oí el ay, ay, ay, de Solís y su gente entre el humo de las fogatas y después el insidioso olor del asado revolviendo mis entrañas.
        Horrible. Pero desto, sólo testigos muertos.
        ¿Que cómo me salvé? Virtudes de la flacura y de los pocos años. En una caponera me pusieron a engordar.
        Dios fue servido de que no me muriese. Pueblo muy belicoso el de estos aborígenes. Mala entraña la suya. Pero yo desparramé padrenuestros de vidrio azul y sonrisas, curé heridas según la antigua usanza de mi raza y el afán por aprender su lengua ablandó resquemores. Mi obediencia mandó sosegar la natural maldad y el tratamiento mejoró.
        Un día perforé orejas y nariz, y pinté mi cara. Ropa ya no tenía: me acostumbré a la desnudez sin vergüenza ni pecado de esta gente. Así, fui intocable. ¿Cómo me iban a comer, si era uno de ellos?
        Otro día me interné en el monte. Solo.
        En esta tierra de la lujuria y la abundancia, harta hambre pasé. Calidad de hembra arisca la de este país, a fe mía. Bastimentos para comer, todo y nada. Endurecí mi estómago: me mantuvieron la miel, los yuyos, pescados y otras viandas extrañas. Conocí las virtudes del abatí y el cardo y las culebras jóvenes. Aprendí tretas. Por ejemplo: los monos se suben a los altos árboles y asidos de la cola, con pies y manos sacuden los frutos. Puercos monteses esperan, abajo, y se los quitan. Yo también esperé. Tuve así bastimento seguro.
        Sin paradero propio, cercado de peligros, me volví astuto. Y sabio: conocí pájaros que chiflan las órdenes de Dios, y mujeres antropófagas y otras que fajaban sus piernas con hilos para que parecieran más gruesas y otras que alimentaban a sus hijos por la espalda (tan grandes eran sus mamas) y aborígenes bebedores de sangre y otros que comen bollos de barro cocido al rescoldo, untados con aceite de pescado y otros habituados a cortar las coyunturas de sus dedos por cada deudo muerto (vi algunos: manos y pies, muñones) y otros, flecheros de flechas ponzoñosas. Y tantos.
        Cierto día, una mujer se aficionó a mí. Su inocencia bárbara y fresca me conquistó. La india salió con la suya y tuve compañía: me preparaba tortas de maíz, quitó las niguas dentro de mis uñas, curó heridas, espantó alimañas. Cuidados y placer ¿qué más podía pedir?
        Por supuesto, a veces recordaba. Dios, cuántas lágrimas, entonces. Detrás de la montaña líquida, la tierra, tan lejana, los mesones del puerto dador de mi apellido (por ausencia del padre). El nombre, el del santo elegido por mi madre, si no olvidado, nadie lo usaba ya. Nadie más que yo: por las noches, como para hacer patente filiación y destino, me decía: Francisco, Francisquito del Puerto, un día volverán.
        Y volvieron. A Dios gracias.

        Los veo barloventeando por el río ancho y barroso, buscando. ¿Qué? Me imagino, vaya. Suerte, tendrán: la generación de los indios desta tierra es pacífica. Los supongo entregando el secreto por cuentas de vidrio veneciano, trozos de loza, agujas o collares. Yo los miro, mientras quito, con lágrimas y agua, los rastros de pintura de mi cara, arranco dijes de orejas y nariz, borro el impudor de esta traza salvaje y corro con los brazos abiertos hacia ellos, mis hermanos.
        Querellé a mis hermanos. Tharsis y Ophir era la orden del Rey. Para encontrarlas, debían traspasar el Estrecho que avistó Magallanes, camino a la ignota Especiería. Pero a Gaboto lo entusiasmaron decires de hombres hallados en la costa portuguesa: que las Minas de Plata, que el Rey Blanco, que el Lago donde el Rey se adormece noche a noche. ¿Embelecos de náufragos hambreados? Pistas ciertas, lo sé. Pero también sé lo otro: selvas hirsutas guardan el tesoro. Brujos dañinos levantan con aires venenosos invisibles y mortales murallas para el Imperio áureo. El Lago tiene ígnea sustancia. Y este río barroso, que ya están llamando de la Plata, nada bueno promete: río de la traición debería apodarse.
        Traen ánimo de emprender la conquista de tantos embelecos, mis hermanos. Tal ánimo, les dije, es nefasto. Y agregué: esta tierra es tierra aparejada para labradíos y sembrados. Para crianza de ganado, insistí. Pero no me escucharon: otras metas persiguen. Sólo ven el reflejo del oro y la dulzura blanda de la plata. Quieren metales. ¿Para qué, digo yo? ¿Para comerlos? ¿Para aventar con ellos endriagos y serpientes? ¿Para buscar cobijo en la intemperie?
        Por eso discutí. ¡Gran caso me hicieron! Fui vencido. Sujeto a su gobierno estoy: soy blanco, cristiano y súbdito del Rey.
        Ahora los guío, aguas arriba, por el Río Grande, hasta el Carcarañá, en la ruta que lleva a Sierras de la Plata, si Dios así es servido.
        A causa del mucho monte, la recia vegetación y el escaso alimento, son duras las jornadas. Se entremezclan con fiebres, delirios y mosquitos. Muchos van quedando en el camino. Tendal de huesos blanquecinos marcará la senda de los otros, los que vendrán después (porque esta estirpe no se acaba; la de los ambiciosos, digo).
        Qué turbonadas arman. Anoche, dos españoles sacaron arcabuces y mosquetes por ciertos granos de oro. Vi la sangre de unos y las persignaciones de otros. Vi también al viejo cacique de una tribu lanzar con su ánima la última maldición, sus huesos descoyuntados uno a uno. Entregó máscaras de plata, áureas coronas, amuletos. Pero el secreto, no. Yo temblé.
        Algo así como un asco me va entrando. ¿No aprenderán ya nunca estos hermanos? ¿Jamás sacudirán este fermento agrio que envenena la sangre y desata la muerte? Ya me estoy hartando de sus tratos confusos, lenguaraces de promesas mentidas, mercaderes de turbios comercios, enmadejando y embarullando todo. Si ni tiempo se dan para mirar el sol, una gloria.
En Santispíritus parecieron darme la razón. Allí sembramos, plantamos y alineamos algunos rancheríos. Un gusto. Pero ellos, dale y dale con el oro y la plata. Para buscarlos más aprisa hicieron divisiones: unos para acá, otros para allá. Esta no es tierra que permite tales lujos entre blancos; se los repetí mil veces. Inútilmente, ay. Con sobrado temor los he visto partir. Que se las arreglen. En la alta noche, escuché los susurros. Son los otros. Los que firman con sangre sus tratados y rubrican con fuego el paso de los pies. Los he oído. Y también el bum bum de tambores convocando a las huestes guerreras.
        Ahora miro las señales de humo que dicen mi destino; las estoy descifrando. Ellos duermen; yo decido. Tomo a mi hembra: para hacer casta nueva la tomo (sol y casa darán generación de piel morena; nativa) y elijo el aire libre y la vida... Ya sé: me llamarán vil cristiano, renegado y herético, maldecirán mi nombre. Qué me importa. Tiño mi cara con el jugo de hierbas que conozco. Dejo este jubón prestado; en cueros quedo, como vine al mundo, como este nuevo mundo exige. Y me marcho antes de que fuego y sangre borren las trazas del Fuerte malnacido.
        Y después digan lo que quieran de mí, de Francisco del Puerto, el grumete que vino con Solís.


Texto incluido en: “En el campo las espinas”. Editorial Pleamar. Buenos Aires, 1980. 
(Extraído de: http://www.autoresdeconcordia.com.ar/articulos.php?idArticulo=372)